El amargo fruto de la impunidad / Pedro A. García Bilbao

« La impunidad del franquismo se extiende hasta el presente. En el profundo desprecio de Esperanza Aguirre por los sindicatos, en el discurso contra los derechos de los trabajadores, en el odio manifiesto a los valores ilustrados y republicanos que la derecha española vomita cada día desde sus puestos en las instituciones, desde ayuntamientos, gobiernos autónomos, pero sobre todo desde televisiones, tertulias, periódicos, lo que hay en el fondo es la vileza de la impunidad. Confusión moral y cinismo son su amargo fruto.

La derecha española no se siente culpable de aquellos crímenes, los siguen considerando como necesarios en su época, y les incomoda sobremanera que se haga un homenaje público a los que hace 70 años supieron luchar por las libertades de todos contra el fascismo. No lo soportan, y les parece una pesadilla que hoy, cuando se ha decretado el fin del estado social y democrático de derecho por la nueva tiranía de los mercados, la memoria histórica de nuestro pasado antifascista pueda inspirar a los luchadores de hoy.»

O—o—O

Asistimos en estos días a un debate en la prensa en el que se cruzan artículos sobre la conveniencia o no de exigir el fin de la impunidad del franquismo y se cuestiona la naturaleza de la Transición. Javier Cercas, Joaquín Lequina, Josep Fontana o Santos Juliá han expuesto sus puntos de vista. No han sido los únicos, ha habido más contribuciones, pero los diarios tienen muy controlado el acceso a sus páginas —no vaya a ser que resulte que hay más pensamiento crítico que el que convenga— y no afloran en ellas ni mucho menos las respuestas y reacciones que algunas actitudes reaccionarias están provocando. Digo reaccionarias por la sencilla razón de que con sus respuestas, algunos defensores de la Santa Transición están demostrando compartir muchos de los prejuicios franquistas y con sus argumentos para considerar la impunidad como necesaria, lo que hacen es seguir la estela del más florido propagandismo neofranquista. Son parte estas posturas de lo que, muy acertadamente, Floren Dimas llama «historiadores casadistas». Básicamente se trata de un debate entre quienes consideran una necesidad democrática denunciar la impunidad de los crímenes franquistas, una impunidad que llega hasta la actualidad, y además exigen justicia, y los que consideran —desde posiciones que ellos califican como democráticas y que no voy a cuestionar— que estas exigencias hubieran impedido la Transición la democracia y lo que es peor, no se justifican, pues la República se habría deslegitimado por su propia contribución a los «crímenes». Que un destacado militante del PSOE como Joaquin Leguina, o un historiador especialista en la etapa republicana como Santos Juliá asuman tales consideraciones y lo hagan además indignados por lo que ellos llaman ataques a la Transición, lo que nos muestra es la herencia de confusión moral que nos legó el franquismo.

A ver señores, lo que afirmamos muchos en esta batalla por la memoria, que es una batalla por los valores democráticos y republicanos en este atribulado presente que vivimos, no es que la democracia actual, o la constitución del 78, tengan sus referentes en la Iiª República o en la constitución de 1931. No es eso. Lo que decimos es que el actual régimen se ha basado en la impunidad del franquismo y sus crímenes. Y no hablo solamente de los crímenes del verano de 1936, sino en los que llegan hasta los años mismos de la Transición. Es más, afirmamos claramente que lo que está impidiendo cuestiones tan obvias como escribir negro sobre blanco en el Boletín Oficial del Estado que el Régimen de Franco fue ilegal, criminal y genocida, que su aparato represivo fue ilegal y no solo ilegítimo, sus sentencias una falacia y una burla, y sus victimas cientos de miles, no son cuestiones relativas a ese pasado más o menos lejano, sino otras más relacionadas con el presente.

Si la impunidad envilece, España es un país extraordinariamente lleno de gentes envilecidas. La salud de nuestro sistema político, la de nuestra democracia, se resiente de todo esto. La derecha española es claramente postfranquista, concepto que se ha de explicar. Son postfranquistas, porque se sienten herederos de los franquistas (son ellos mismos, sus hijos o sus nietos), lograron ganar su golpe, su guerra y su transición, perdonaron a sus víctimas en ella y son la mitad del cielo en la flamante democracia actual en la que nos dan lecciones diarias de «libertad», «liberalismo» y «libre empresa». No necesitan ser franquista ahora porque sus abuelos ya hicieron el trabajo sucio. Unos sacudieron el árbol y estos siguen disfrutando de los frutos. Los hijos de los fascistas se han vuelto neoliberales y consideran todas las discusiones sobre el pasado sorprendentes y anacrónicas. Su triunfo como clase social —dominaron la sociedad de postguerra y el periodo de cambio posterior— fue tan absoluto que se permitieron el lujo de no tener que sacrificar ni a uno solo de sus perros de presa, ni uno sólo de sus sayones y asesinos de uniforme tuvo que ser sacrificado simbólicamente. No importó cuáles fuesen sus crímenes, ni cuan despreciables fuesen; los Conesa, Ballesteros, etc, se jubilaron con honores y condecorados, y hasta alguno de aquellos miserables torturadores que defendieron con la violencia y el terror la dictadura pero cayeron en la lucha, son hoy considerados como «victimas del terrorismo» en un ejercicio de cinismo político dificilmente igualable. Si esto fue así con esos sujetos, la hez del régimen, qué decir de las grandes fortunas, los empresarios, de las familias de gentes del movimiento, de todo el entramado social que se benefició de la guerra y el exterminio físico de cientos de miles de compatriotas. Les descompone hablar del pasado y de las luchas en defensa de las libertades y los derechos sociales de los trabajadores desde hace dos siglos. La ignorancia y el prejuicio se blindan mutuamente. La mejor prueba de que tienen razón, piensan, es su propio éxito social y han encontrado en los neocon norteamericanos su modelo ideal; son dominantes, adoran el dinero, justifican biológicamente las desigualdades sociales y son ferozmente anticomunistas. Esta derecha española postfranquista se horroriza al ver acercarse el espejo del pasado que la lucha por la memoria les trae. No soportan su reflejo. Podrían negar su relación con los crímenes franquistas, condenarlos inequívocamente, pero no lo hacen. Para ellos «aquello» fue necesario «entonces», y forzarles a a reconocer esto públicamente ahora les incomoda, al menos a los más moderados, pues un sector creciente de la derecha extrema no duda en defender abiertamente el franquismo por lo que tuvo de «anticomunismo».

Uno de los elementos clave para entender esta nada ambigua relación con el pasado de la derecha española, lo encontramos en su visión sobre lo que fue el periodo republicano. Aquí es donde se produce el peligroso entronque con los defensores de la Santa Transición desde lo que se supone que son posiciones de izquierda como la de Joaquin Leguina —no me digan que no soy tolerante—, o ilustrados —Juliá, Marañon—. Son aquellos que afirman que el «todos mataron» incapacita a las partes para otorgarse derecho a criticar al otro, siendo el resultado lógico para avanzar, asumir como imprescindible el renunciar a la justicia. Los argumentos que se han desgranado han sido diversos, pero me atrevo a afirmar que fue hace un par de años, un destacado político navarro, Jaime Ignacio del Burgo, quien más meridianamente expuso las creencias base de las posiciones que hoy defienden Leguina, Juliá o Marañón. Como todos ellos, incluido Del Burgo, son ardientes defensores de la constitución del 78, espero que no les moleste que les agrupe.

Mi tesis es que el análisis del pasado que hace Del Burgo es más meridianamente claro que las más alambicadas disquisiciones de los otros. Del Burgo está absolutamente identificado con la memoria de la Navarra carlista y ariete antirrepublicano y establece una conexión directa entre la época de Franco y el éxito de la democracia española actual, pues sin uno no se comprendería la otra. Es la tesis de los sectores católicos, empresariales y tecnócratas del régimen como bien representó el general García Escudero en su obra «Los españoles de la reconciliación», enfrentada al bunker residual de falangistas o franquistas nostálgicos; toda esta línea actual de defensores de la Transición es simplemente la evolución de una de las familias del régimen.

Del Burgo no es historiador, pero su importancia política en la Navarra conservadora e institucional de los años de la transición ha sido muy grande. Su voz se ha alzado como firme defensor de la democracia frente a los «violentos», como la de otros destacados políticos conservadores en el País Vasco o Navarra, una firmeza que no alcanza a solidarizarse activamente con las víctimas del franquismo. Si se afirma esto en su presencia lo asumirán —ellos dicen que haciendo gala de modestia pero orgullosamente; . No es, desde luego de lo único que están orgullosos. Del Burgo, ligado familiarmente a uno de los ayudantes del golpista general Mola, fue invitado a escribir una introducción a la edición de una obra que justifica ampliamente el golpe de estado y la guerra. Un sencillo acercamiento a su escrito nos permitirá observar con nitidez el franquismo sociológico que aparece más disfrazado en las consideraciones de Leguina, Marañón o Juliá. Del Burgo, el de ahora, es ardiente defensor de esa «tercera España» que horrorizada por «los unos y los hotros», abomina de la República de Abril pues habría dejado de existir entre febrero y julio de 1936, como estado de derecho—la tesis de Moa, de Arrarás, de Serrano Suñer—, y sólo se reconforta en la defensa de esta maravillosa empresa colectiva que fue la Transición. Del Burgo es un elemento extremo del activo lobby antirrepublicano que intenta blindar la Transición; como sus conexiones «tradicionalistas» y su hablar claro pude resultar «incómodo» o incluso contraproducente ante la opinión de izquierda, no ha estado en primera línea de la actual movilización contra los que luchan por poner fin a la impunidad del franquismo y que ha sacado de sus casillas a los Leguina, Toharia, Marañón… La actual pugna por situar al franquismo, pero sobre todo a sus herederos, ante sus responsabilidades tanto históricas como penales es la que explica este debate. Entran en la lucha firmas pertenecientes a una supuesta izquierda no sé si «divine», pero sus líneas argumentales son claras: la República fue un hermoso intento que naufragó a causa de los radicales, unos y otros, dejó de existir tras el golpe de julio para debatirse en una agonía que sólo acaba con 1939, los crímenes «republicanos» incapacitan moralmente a la izquierda para exigir justicia efectiva en la Transición, la salida pasa por olvidar, la reconciliación nacional en suma. Esta tesis, la de esa supuesta Tercera España, coincide en lo básico con las justificaciones históricas de los golpistas y de los defensores de la dictadura, necesita apoyarse en los prejuicios de origen franquista que intoxican a buena parte de la población, pero sobre todo necesita evitar un debate serio sobre qué pasó realmente o dejó de pasar. Así, que si observamos el contenido de los artículos y textos esgrimidos en esta polémica nos encontraremos más con posicionamientos ideológicos sobre hechos falsos o sobre juicios sin base alguna, que sobre opiniones personales sobre hechos conocidos. Con las segundas se puede debatir, los primeros hay que denunciarlos.

Jaime Ignacio del Burgo, representa a la perfección al que toma partido sobre hechos falsos. Veamos que esconde. Escribió una introducción histórica que realizó para la edición de Mola frente a Franco: guerra y muerte del general Mola (ed. Laoconte, Pamplona, 2007), de Félix Maíz —ayudante personal del general—, y posteriormente, en la presentación del libro que realizó en Pamplona aclaró ampliamente su posición. En esa conferencia deja las cosas muy claras:

«En la descripción de la situación durante la II República he pretendido ser objetivo. Mi conclusión es que en aquella España convulsa, atormentada y caótica nadie luchaba por la democracia.  Los unos porque defendían la religión, querían imponer el orden a toda costa –y algunos pretendían el mantenimiento de privilegios sociales irritantes–; los otros, porque, salvo unos pocos republicanos moderados, pretendían imponer la dictadura del proletariado. La sublevación de octubre de 1934, protagonizada por el Partido Socialista, contra el Gobierno de la República y el intento separatista de la Generalidad de Cataluña, presidida por Luis Companys, si no son el comienzo de la Guerra Civil, cuando menos constituyen el preludio de la tragedia que se avecinaba. Nadie defendía los principios y valores de la democracia liberal. Por otra parte, no ha de olvidarse el grave daño que a la convivencia hizo el laicismo furibundamente anticlerical de la II República, plasmado en la propia Constitución de 1931, que dio lugar a una sañuda persecución de la Iglesia.»

Como se ve lo que estaba en juego según parece era impedir «la dictadura del proletariado», nadie defendía la democracia «liberal» y el laicismo de la constitución dio lugar a la persecución de la Iglesia. Pero claro, Jaime del Burgo está intentando ser objetivo. Como Juliá, Marañon o Leguina. La apelación al 34 es una constante en todas las modalidades neofranquistas y a lo que se ve, también en esta versión renovada de la «tercera España» de Juliá, Leguina o Marañón. El concepto «¡¡Antes Viena que Berlín!!» no parece que les diga nada. Y si vemos la argumentación de Juan José Toharia en su aportación al debate, ¿no se encuentra resumida en la afimación de Deñ Brurgo «en aquella España convulsa, atormentada y caótica nadie luchaba por la democracia»?

En su introducción a la obra de Maíz, Del Burgo intenta profundizar en la caracterización de la época. Maíz nos cuenta la anécdota diaria de la conspiración de Mola y su pulso con Franco, Del Burgo autoasume el papel del notario sereno que ofrece una visión de lo sucedido desde un punto de vista más amplio. Nos dice Del Burgo:

«Al hilo, pues, del libro de Maíz, formulo una última consideración. La Guerra Civil fue un trágico fracaso colectivo del pueblo español. Decir que fue una rebelión de los fascistas contra los demócratas es simplificar las cosas y falsear la realidad, porque en la España de 1936 la democracia y los demócratas brillaban por su ausencia. Los voluntarios navarros no se sublevaron para instaurar la dictadura de Franco, sino para defender la religión y el orden. Del mismo modo, los milicianos del Frente Popular no luchaban por la democracia, sino por el triunfo del socialismo totalitario y marxista, con el que creían poder acabar con la injusticia social. Por eso los españoles de hoy debemos defender el gran valor de la Constitución de 1978, que representó el fin de las dos Españas y el comienzo de un nuevo régimen en el que todos los españoles tienen plena cabida, cualquiera que sea su concepción del mundo y el proyecto político que asuman, siempre que no traten de imponer sus ideas por medio de la violencia.»

Se queda uno sin palabras con estas consideraciones: la república, la constitución del 31 y la parte de la sociedad identificada con ella, no tenían ni practicaban valores democráticos —según Del Burgo— y sólo la constitución del 78 supone la ruptura de las dos Españas porque logra instaurar un nuevo régimen donde todos caben, piensen lo que piensen siempre y cuando renuncien a la violencia política. Es decir, la república no fue una democracia verdadera, la actual sí lo es, los carlistas no querían una dictadura sino defender el orden y la religión ante un régimen que no era democrático y las milicias republicanas —todas ellas— no defendían una democracia sino diversas formas totalitarias. Los escasos republicanos demócratas eran irrelevantes y estaban presos de los extremismos totalitarios de su campo, fuera antes o después de julio de 1936. Esta es la consideración de Del Burgo y que por lo que vemos comparten Joaquín Leguina Y Santos Juliá, puede que le pongan matices, pero básicamente coinciden. La coincidencia de Santos Juliá con Del Burgo no es del orden del conocimiento, sino del de la creencia: puestos ante la disyuntiva de defender la memoria democrática de la República y denunciar la impunidad de los crímenes franquistas, abandonan lo que saben y se instalan en las creencias, renuncian a interpretar de forma consecuente lo que saben, al menos Santos Juliá, cuyo conocimiento de este periodo es público, y se instalan en otro orden interpretativo. Del Burgo no tiene esos problemas pues nada sabe, su mano se limita a vomitar aquello de lo que se ha alimentado, los tópicos e intoxicaciones del franquismo, y lo único que hace es «adaptarse» a las condiciones actuales que aconsejan otras formas de actuar, comportarse e interpretar. Estamos ante casos clamorosos de «franquismo sociológico» en el orden moral. El resultado final de unos y otros es que acaban proporcionando munición al neofranquismo más crudo y contribuyendo al linchamiento moral de la República y de cuantos lucharon por ella. No es tanto equidistancia, como una suerte de creencia en la «simetría» del crímen entre ambos «bandos», «hubo crímenes en todas partes»…; una aritmética en la que sale reforzado el intento patriótico de Mola y sus requetes, pues se arrebata con ella a la República cualquier pretensión de honorabilidad y legitimidad.

La conversión al constitucionalismo de Del Burgo es singularmente emocionante: el valor de la constitución del 78 que dice asumir ahora, todo eso de «todos caben», «a todos ampara si se renuncia a la violencia», son precisamente los mismos principios de la del 31 que llevaron a Jaime del Burgo Torres, padre del Jaime Ignacio del Burgo prologuista, a convertirse en un miembro destacado del núcleo golpista en Navarra a las ordenes de Mola.

Jaime del Burgo Torres se unió en 1936 a la banda armada que asesinó a cientos y cientos de concejales, alcaldes, cargos públicos, guardias civiles, policías, militares, trabajadores, sindicalistas, militantes de partidos políticos constitucionalistas por el simple hecho de serlo y de oponerse a colaborar con los fanáticos enemigos de la democracia y la constitución. Para algunos destacados políticos conservadores actuales asesinar al comandante de la Guardia Civil de Pamplona —el comandante Don José Rodríguez-Medel Briones fue uno de los primeros en caer bajo las balas asesinas de los golpistas— en 1936 es algo que estuvo justificado en el contexto del conflicto de la época. Lo comprenden, lo justifican, no lo condenan, pero eso, sí, propugnan el olvido. No esperen un homenaje público institucional con la presencia de las autoridades políticas y militares. Para el Del Burgo de 1936 el problema no era que la República no fuera lo bastante democrática y constitucional, el problema es que lo era, no que no lo fuese. Por eso se sublevaron. Nuestro Del Burgo actual ha hecho un largo viaje desde esa caverna familiar hasta su actual posición democrática: ya sólo le falta cuestionar los mitos y falsedades con los que ha alimentado sus creencias. El revisionismo falsario lo ha vivido en su entorno más íntimo: Jaime del Burgos Torres, quien se unió a la columna García Escámez que dejó un verdadero reguero de muerte en La Rioja, Soria, Guadalajara y Segovia, señalaba en los últimos años de su vida haber salvado la vida de Jesús Monzón y algunos otros republicanos que le eran conocidos o cayeron en sus manos como prisioneros; un detalle a tener en cuenta, pero que no iba acompañada ni del más mínimo rechazo a la carnicería que Escámez y sus requetes llevaron a cabo. Es lo de siempre, el golpe estuvo justificado, las matanzas también lo estuvieron y la mejor prueba es que los republicanos también las hicieron. ¿Es consciente Juliá de donde se mete? Por cierto, siendo ministro de Justicia el socialista Bermejo, heredó el franquista marquesado de Somosierra, el nieto de García Escámez. ¿Justicia, sr. Juliá?

Hemos de recordarle a Jaime Ignacio del Burgo que en realidad las constituciones del 78 y del 31 le hubieran amparado por igual; pero en 1936 había personas dispuestas a darle un paseo por apelar a la de 1931. su padre pensaba que era una abominación un estado laico, el divorcio, las autonomías distintas a la de Navarra, el sufragio universal, la escuela laica. Su padre, el voluntario de primera hora con Mola y el coronel García Escámez hubiera podido pensar libremente que todo aquello era malo, criticable y despreciable, siempre y cuando no hubiese intentado imponer su rechazo por la fuerza y la violencia, pero lo cierto es que lo hizo ¡Y de que forma! La república de 1931 se opuso en 1932, en 1934 y en 1936 a quienes quisieron cambiar las cosas por la fuerza, y la obligación de todos los militares, policías y guardias civiles, de todos los funcionarios públicos, de todo el gobierno y de todos los ciudadanos era impedirlo. Si Mola y los demás golpistas se hubieran mantenido leales, la República y su constitución hubieran sobrevivido y llegado hasta donde los ciudadanos hubiesen deseado. No lo hicieron, nos llevaron a un golpe y a la guerra. Lo triste es que un Del Burgo que hoy se dice demócrata muestre tamaña simpatía y comprensión por las justificaciones y falsedades de los asesinos de entonces y asuma presentar una obra tan infumable como la de Félix Maíz como si fuese un documento histórico y no como lo que es, una pieza de propaganda e intoxicación.

Puestas así la cosas cabe preguntarse que deseaba Mola en realidad. ¿No pudiera ser que estuviésemos equivocados y que el texto de Félix Maíz aporte algo que nos haga cambiar la percepción de este periodo? Por supuesto, Del Burgo nos lo aclara:

«Mola había organizado un golpe militar relámpago para derribar al Gobierno y acabar con el caos existente. El poder lo asumiría un directorio militar provisional, presidido por el general Sanjurjo, que sería sustituido por un gobierno civil tan pronto como se restableciera el orden y pudiera consultarse al pueblo sobre la forma de gobierno. Hecho esto, el Ejército retornaría a los cuarteles.»

Pero el golpe de Mola fracasa y deviene guerra civil. ¿Causas? la resistencia republicana que se opone a Mola con las armas, y Franco quien tarda en llegar a Marruecos y luego gira hacia Alemania e Italia logrando imponer una dictadura personal. Obtengamos más consecuencias: oponerse con las armas a Mola sólo empeoraba las cosas, él proponía algo traumático pero razonable y oponerse fue lo que causó la guerra civil. Es decir, oponerse a Mola era rebelarse a la solución ofrecida por el ejército al caos republicano. Lo que acuso la guerra no fue el golpe, sino oponerse al golpe. Esta es la lógica que encierran las condenas por auxilio a la rebelión que llevaron al paredón o a la cárcel a cientos de miles.

Sobre el carlismo, Del Burgo hace una reflexión, pues lógicamente Félix Maiz le dedica mucha atención. Nos dice Del Burgo: «En cualquier caso, resulta paradójico constatar cómo el carlismo entró finalmente victorioso en Madrid pero perdió la paz y acabó por diluirse en un régimen totalitario que en la práctica se situó en los antípodas de su pensamiento político.»Es decir el carlismo no era totalitario, sino una fuerza que deseaba actuar para defender el orden, la religión y contra el caos. Nada que ver con los excesos «totalitarios» de Franco. Gano la guerra pero perdió la Paz pues no hubo ni un Carlos, ni una monarquía integrista a su fin. El carlismo tal vez perdiese, pero a la clase social que representan los Del Burgo no se les puede aplicar lo mismo. Siguen disfrutando del fruto de aquella victoria basada en el exterminio de tantos compatriotas.

Las cifras de la represión en Navarra se comienzan a conocer y los datos resultan aterradores. Desde el primer día de la rebelión y en los primeros tres meses caerán asesinados casi 3000 personas; sin luchas, sin guerra, sin contracrímenes —lo de la espiral de represalias no va en Navarra—, sólo como resultado del plan inicial de Mola y la práctica de los carlistas. Del Burgo, que conoce el escándalo de esas cifras que ya son seguras y ciertas, dice lo siguiente sin citarlas:

«…En la introducción al libro de Maíz aludo también a los crímenes infames que se cometieron en Navarra, sobre todo durante los tres primeros meses de la guerra. La controversia sobre el número de fusilados no puede desviar la atención sobre la tremenda gravedad de los hechos, sin que quepa alegar que en el bando republicano también se cometieron atrocidades sin cuento, como el exterminio de casi 7.000 sacerdotes diocesanos, religiosos y religiosas, o la matanza de Paracuellos. «Los crímenes hechos en nombre de la revolución proletaria –escribo–, por muchos agravantes que tengan, son tan execrables como los fusilamientos de los adversarios políticos perpetrados por quienes decían luchar por Dios y por la Patria. ¿Qué locura se había apoderado del pueblo español para llegar a estos extremos?» Lo cierto es que los ideales revolucionarios de unos y el espíritu de Cruzada de otros quedaron manchados por crímenes execrables cuya constatación nos debe avergonzar como españoles.»

Como puede observarse la posición de Juliá sobre el impacto moral de la represión republicana está muy clara en esta cita de Del Burgo, quien, por otra parte no duda en un quiebro manipulador. Las cifras de la represión en Navarra son conocidas, decíamos, pero escoge no dar la cifra, más de 3000 muertos, pero si se ocupa de hablar de los 7000 religiosos o de Paracuellos —donde caen menos que en Navarra—, ni se para a considerar que las matanzas en Navarra se dan desde el primer día y de forma sistemática. Al final da igual, todo fue una patología colectiva —no había demócratas—, y hay que avergonzarse como españoles por caer en eso. La polémica en Navarra sobre las cifras de la represión fue muy intensa: se recordó que el número de muertos en una región en la que no hubo combates en la guerra, ni acciones represivas republicanas fue 4 veces superior a todos los muertos causados por ETA en 50 años. Esto es muy incómodo de considerar para algunos y Del Burgo especialmente sensible sobre la inconveniencia de hacer comparaciones. Opta con claridad por subsumir todas las muertes en la «locura colectiva» en la que cae —dice— la República y en tocar el asunto con un grueso cedazo que deja escapar todos los detalles significativos. ¿Cómo salir de este conflicto?

La respuesta es sencilla según Del Burgo:

«La Constitución de 1978 fue el triunfo de la libertad y del espíritu de concordia. Por eso, la recuperación o conservación de la memoria histórica debe ser cosa de historiadores, no de políticos, y no debiera esgrimirse para reabrir el foso de la incomprensión y de la intolerancia. Aprendamos las lecciones de la historia, y neguémonos a repetirla».

Libertad y concordia no están reñidos con la justicia afirmamos muchos. No puede haber ni una ni otra sin justicia. La constitución del 78 es fruto del perdón de los verdugos a las víctimas y de la necesidad de que los políticos de las nuevas instituciones democráticas olvidaran sus justas exigencias. La Amnistía del 77 fue sobre todo para los franquistas, que quedaron así blindados y en sus puestos; todo el aparato militar, el policial, el represivo, el judicial, el económico se mantuvo intacto; y sus hijos y nietos son hoy, como decía, «la mitad del cielo», sin asumir ni por un momento que la dictadura fue un horror y que sus crímenes debían ser perseguidos. La posición de Del Burgo sobre los crímenes es la de quien los condena, pero sin demandar justicia. Si son crímenes y como tales los consideramos ¿No hemos de pedir justicia? Del Burgo no lo ve así, son otro tipo de crímenes que no pueden ser tratados como crímenes perseguibles o condenables. Como diputado participó en las Cortes en una de las declaraciones sobre el franquismo y sobre las víctimas que se han realizado: Veamos sus límites:

«Antes de entrar en el relato de los hechos históricos de la España de la Guerra Civil, dejo constancia de mi condena más radical y absoluta de los crímenes de la contienda y de la represión registrada durante la dictadura. Tuve el honor de redactar una resolución de la Comisión Constitucional del Congreso que obtuvo el voto unánime de todos los grupos parlamentarios (20 de noviembre de 2002) y en la que se afirmaba: «Nadie puede sentirse legitimado, como ocurrió en el pasado, para utilizar la violencia con la finalidad de imponer sus convicciones políticas y establecer regímenes totalitarios contrarios a la libertad y a la dignidad de todos los ciudadanos, lo que merece la condena y repulsa de nuestra sociedad democrática». Asimismo, se hablaba del deber de nuestra sociedad democrática de «proceder al reconocimiento moral de todos los hombres y mujeres que fueron víctimas de la guerra civil, así como de cuantos padecieron más tarde la represión franquista». Y se añadía: «Cualquier iniciativa promovida por las familias de los afectados que se lleve a cabo en tal sentido, sobre todo en el ámbito local, deberá evitar que sirva para reavivar viejas heridas o remover el rescoldo de la guerra civil.»»

Es tranquilizador que se condenen los crímenes, pero ¿condena el golpe? ¿Lo considera legitimado o justificado? No lo condena en ninguna parte: Todo su artículo es un homenaje al «patriota» general Mola, una legitimación de su valiente actitud de resistencia al «caos de la república», su esfuerzo está encaminado a exponer las razones de Mola para el golpe, razones que comparte dadas las peculiares circunstancias que la República provocó según él. Aquí no se trata de lo que sabemos sobre la época histórica, sino de lo que creemos sobre ella.

Ni Del Burgo, ni las Cortes, condenan el golpe con claridad ni dejan claro que fue una acción ilegal y que tuvo una voluntad criminal y genocida desde el principio mismo como las víctimas navarras demuestran. Llegan al «todos mataron», y al «estuvo mal», sobrevuela un velado «si se repiten las circunstancias habría que hacer lo mismo», consecuencia lógica de la comprensión de las razones de Mola y de la caracterización de la República que ardorosamente expone: la identificación de Del Burgo con las tesis de Maiz es absoluta. ¿Cuál es la diferencia entre ambos? El momento histórico. Del Burgo escribe ahora, en una España «normalizada» por la espada de fuego de Mola que desgraciadamente pasó luego a manos de Franco, quien caería en la tentación del poder personal que patriotas como Mola o Sanjurjo hubieran superado. La superación de este dolor consideran las Cortes y Del Burgo es cuestión de «reconocimiento moral» a las víctimas de la guerra y la dictadura a través, sobre todo, del apoyo a las «iniciativas» promovidas por «familiares», a ser posible de «alcance local». Sobre todo de lo que se trata es de evitar que se reaviven las viejas heridas o se remueva el rescoldo de la guerra civil. Lo que parece ya muy claro debajo de esta línea de interpretación no sé si hay una intención, pero sí desde luego un poderoso efecto secundario: evitar que se reflexione sobre las causas de esas viejas heridas, que nadie pregunte ¿qué fue lo que pasó realmente? y en el caso de la obra de Félix Maíz, el ayudante o secretario del criminal Mola, que nadie pueda leerla como lo que es: un libelo delirante de quien pretende defender y justificar el espantoso baño de sangre al que fanáticos como Mola arrojaron a una nación entera.

La impunidad del franquismo se extiende hasta el presente. En el profundo desprecio de Esperanza Aguirre por los sindicatos, en el discurso contra los derechos de los trabajadores, en el odio manifiesto a los valores ilustrados y republicanos que la derecha española vomita cada día desde sus puestos en las instituciones, desde ayuntamientos, gobiernos autónomos, pero sobre todo desde radios, televisiones, tertulias, periodicos, lo que hay en el fondo es la vileza de la impunidad. Confusión moral y cinismo son su amargo fruto.

La derecha española no se siente culpable de aquellos crímenes, los siguen considerando como necesarios en su época, y les incomoda sobremanera que se haga un homenaje público a los que hace 70 años supieron luchar por las libertades de todos contra el fascismo. No lo soportan, y les parece una pesadilla que hoy, cuando se ha decretado el fin del estado social y democrático de derecho por la nueva tiranía de los mercados, la memoria histórica de nuestro pasado antifascista pueda inspirar a los luchadores de hoy.

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Martorel, M., «Del Burgo y el árbol de Guernica», El mundo, 31/10/2005 Del Burgo, Jaime Ignacio, «Presentación», en Maíz, F., Mola frente a Franco: guerra y muerte del general Mola, ed. Laoconte, Pamplona, 2007.

Sobre el asesinato en Pamplona del Tte. Coronel de la Guardia Civil J. Rodriguez Medel hay un documental de la ETB: Puede verse en http://dedona.wordpress.com/category/videos/rodriguez-medel-el-primero-de-la-lista/

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