Discurso de Don Emilio Castelar y Ripoll 2 de enero de 1874 (1ª parte)

Discurso de Don Emilio Castelar y Ripoll, pronunciado el 2 de enero de 1874 ante las Cortes de la Primera República. Por aquellas fechas, Castelar estaba siendo muy cuestionado y presentó una votación de confianza que fue votada en la madrugada del 2 al 3 de enero de 1874. En aquella ocasión perdió la votación por 120 votos contra 100; los diputados eligieron para sustituirle al federal moderado y antiesclavista, Eduardo Palanca. Sin embargo su nombramiento como quinto presidente de la República se frustró, ya que el general Manuel Pavía dio un golpe de Estado, haciendo entrar a la guardia civil en el palacio de las Cortes. Los discursos parlamentarios de Emilio Castelar obtuvieron un gran éxito editorial durante toda su vida, publicándose en varios idiomas y continentes. 

A las Cortes constituyentes:

SEÑORES DIPUTADOS: El gobierno de la nación, fiel a los compromisos contraídos con vosotros, y a los deberes impuestos por su conciencia y su mandato, viene a daros cuenta del ejercicio de su poder, y a rendiros con este motivo el homenaje de su acatamiento y de su respeto.

Fatídicas predicciones se habían divulgado sobre la llegada de este día; fatídicas predicciones desmentidas por la experiencia, que ha demostrado una vez más cómo en las repúblicas no entorpece la fuerza del poder al culto por la legalidad. Las generaciones contemporáneas, educadas en la libertad y venidas a organizar la democracia, detestan igualmente las revoluciones y los golpes de Estado, fiando sus progresos y la realización de sus ideas a la misteriosa virtud de las fuerzas sociales y a la práctica constante de los derechos humanos. Tal es el carácter de las modernas sociedades.

Pero si el desorden, si la anarquía, se apoderan de ellas y quieren someterlas a su odioso despotismo, el instinto conservador se revela de súbito, y las lleva a salvarse por la creación casi instantánea de una verdadera autoridad.

Así, el funestísimo período en que una parte considerable de la nación se vio entregada a los horrores de la demagogia, dividiéndose nuestras provincias en fragmentos, donde reinaba todo género de desórdenes y de tiranías, las Cortes ocurrieron al remedio de este grave daño, creando poderes vigorosos y fuertes.

El gobierno ha ejercido estos poderes, que eran omnímodos, con lenidad y con prudencia atento a vencer las dificultades extrañas más que a extremar su propia autoridad.

Dondequiera que ha habido un amago de desorden, allí ha estado su mano con prontitud y con energía. Dondequiera que ha habido una conjura, allí ha entrado con ánimo resuelto y verdadero celo. El orden público se ha mantenido ileso, fuera del radio de la guerra, y las clases todas se han entregado a su actividad y a su trabajo.

Desgraciadamente la criminal insurrección que ha tendido a romper la unidad de la patria, esta maravillosa obra de tantos siglos, apoderándose de la más fuerte entre todas nuestras plazas, del más provisto entre todos nuestros arsenales, de los más formidables entre todos nuestros barcos de guerra, mantiene al abrigo de inexpugnables fortalezas su maldecida bandera, que todavía extiende sombras de muerte sobre el suelo de la República y esperanzas de resurrección en las pasiones de la demagogia. La falta de tropas y de recursos ha retardado la toma de la plaza, que no puede menos caer pronto a los pies de esta Asamblea, si se tiene en cuenta la actividad y la pujanza de los sitiadores, el decaimiento y la penuria de los sitiados.

Este sitio ha apenado a la nación por sí, y por la directa complicidad que ha tenido con el aumento de las fuerzas carlistas y con los progresos de sus numerosas partidas. Mientras los cañones separatistas disparaban sus balas al pecho de nuestro ejército, casi le herían por la espalda las huestes rebeladas en armas contra la civilización moderna, y en tanto número esparcidas por los antiguos reinos de Valencia y Murcia. Digámoslo con varonil entereza. La guerra carlista se ha agravado de una manera terrible. Todas las ventajas que le dieron la desorganización de nuestras fuerzas, la indisciplina de nuestro ejército, el fraccionamiento de la patria, los cantones erigidos en pequeñas tiranías feudales, la alarma de todas las clases y las divisiones profundísimas entre los liberales, ha venido a recogerlas y a manifestarlas en este adversísimo período.

Las provincias Vascongadas y Navarra se hallan poseídas casi por los carlistas, y las ciudades levantan a duras penas sobre aquella general inundación sus acribillados muros. Por la provincia de Burgos amenazan constantemente el corazón de Castilla; y por la Rioja pasan y repasan el Ebro como acariciando nuestras más feraces comarcas.

El Maestrazgo se encuentra de facciones henchido; y los campos de Aragón y Cataluña talados e incendiados, presa de esta guerra calamitosa, implacable. Por todas partes, como si el suelo estuviera atravesado de corrientes absolutistas, se ven brotar partidas, mezcla informe de bandoleros y de facciosos. Las consecuencias de los errores de todos se han tocado a su debido tiempo. La República , que estáis llamados a fundar, pasa en su origen por las mismas durísimas pruebas por que pasó en la serie de los humanos progresos la monarquía constitucional.

No olvidéis, pues, que estamos en guerra; que debemos sostener esta guerra; que todo a la guerra ha de subrogarse, que no hay política posible fuera de la política de guerra. No olvidéis que peligran en este trance nuestra recién nacida República y nuestra antigua libertad, las conquistas de la civilización, los derechos que tenemos a ser un pueblo moderno, un pueblo europeo.

Y no olvidéis que la política de guerra es una política anormal, en que algunas funciones sociales se suspenden, y en que precisa transitoriamente sacrificar alguna manifestación de la libertad, no de otra suerte que en la fiebre se debe suspender por necesidad la alimentación ordinaria, que es tan precisa a la vida.

Porque, Sres. Diputados, o la guerra no es nada, o es por su propia naturaleza una gran violencia contra otra gran violencia, un despotismo contra otro despotismo: en que de algún lado se halla la razón, pero sin contar para prevalecer con otro medio que la fuerza.

Permitidme aconsejaros, sin embargo, que uséis de estos medios de excepción y de fuerza con la templanza y la energía con que en su guerra de independencia y en su guerra de separación los usaron aquellos que se llamarán en la historia moderna los fundadores de la democracia y de la República.

Nosotros hemos tenido estos medios en nuestras manos, y los hemos usado con toda modernización, prefiriendo que nos creyeran débiles a que nos creyeran crueles, convencidos de que basta querer imponer la autoridad para que la autoridad se imponga.

Además de estos medios políticos se necesitan fines políticos también. Y estos fines políticos deben ser, recordando en el nacimiento de nuestras instituciones que todos los seres recién nacidos son seres imperfectos, proponeros, no una República de escuela o de partido, sino una República nacional ajustada por su flexibilidad a las circunstancias, transigente con las creencias y las costumbres que encuentra a su alrededor, sensata para no alarmar a ninguna clase, fuerte para intentar todas las reformas necesarias, garantía de los intereses legítimos y esperanza de las generaciones que nacen impacientes por realizar nuevos progresos en las sociedades humanas.

No olvidéis cuán formidable es el enemigo que tenemos enfrente; alimentado por antiguas y tradicionales ideas. Poseedor de regiones enteras las más agrias y más inaccesibles de nuestro suelo, jefe de un ejército disciplinado y valerosísimo; esperanza de aquellos que han perdido la fe de vivir con el reposo de los pueblos civilizados y libres entre el oleaje de nuestras continuas revoluciones. Y lo decimos muy claro, lo decimos muy alto; en virtud de estas patrióticas consideraciones nuestra política ha tendido, aunque tímidamente, a guardar la dirección del gobierno en lo posible a los propagadores de la República pero agrupando en torno de la República a todos los elementos liberales y democráticos para oponer esta débil unidad a la formidable unidad del absolutismo.

Pero no basta: para proseguir y terminar la guerra con los medios políticos se necesitan al mismo tiempo los medios militares. Mucho se ha declamado contra el ejército pero a medida que se avanza en la experiencia de la vida se ve más clara la necesidad imprescindible que tienen los pueblos del ejército. Mucho se ha extrañado la inmensa importancia dada a la profesión militar; pero cuando se medita que en medio del egoísmo general representa el ejército la abnegación de sí mismo, y la sujeción a las leyes rigurosas, en las cuales se anula toda personalidad, llevando este grande y continuo sacrificio hasta inmolar su vida propia por la vida y el reposo de los demás, se comprende y se comparte el orgullo con que han mirado todos los pueblos cultos las glorias de sus ejércitos.

Algunos pasos ha dado este Gobierno en el camino de afianzar el ejército: primero, la rehabilitación de la ordenanza; segundo, el restablecimiento de la disciplina; tercero, la reinstalación de la artillería; cuarto, la distribución de los mandos entre los generales de todos los partidos, lo cual da al ejército un carácter verdaderamente nacional. Reclutarlo, reunirlo, establecerlo, equiparlo, armarlo; restaurar la disciplina, vigorizar la ordenanza; hacerlo tan rápido para ahogar en su germen el motín, como sufrido para sostener en su rudeza la guerra, ha sido obra de cortos días y de largos resultados.

La verdad es que por la República el ejército ha combatido en Barbarin, en Monte-Jurra y Belavierre, en Estella, en Berga y en Monreal; por la República el ejército, antes indisciplinado, de Cataluña, ha hecho en todas partes prodigios de heroísmo; por la República ha empapado en sangre las montañas y las llanuras de Arés y Bocairente; por la República ha engendrado en su fecundo seno nuevos héroes, y ha tenido en sus gloriosos anales nuevos mártires. Si la guerra civil ha de proseguir con vigor y ha de acabar con éxito, precisa que inmediatamente autoricen las Cortes el llamamiento de nuevas reservas que caigan sobre el Centro, sobre el Norte, sobre Cataluña, y contrasten la pujanza de los absolutistas.

El pueblo armado ha contribuido también a sostener la causa de la libertad. Desvanecidos los delirios separatistas, engendro fatídico de un momento, el pueblo armado en todas partes corrió a defender nuestros derechos, a salvar nuestras queridas instituciones. Así el Gobierno se ha apresurado, en virtud de la autorización que le concedisteis, a formar una milicia en la cual tomen parte todos los ciudadanos. De esta suerte, los españoles, sin excepción alguna, contribuirán a la defensa nacional y equilibrarán sus fuerzas: que no hemos salido de la tiranía de los reyes para entrar en la tiranía de los partidos.

Los que se quejan de la decadencia del espíritu público; los que creen al pueblo indiferente entre el absolutismo y la República , pueden recordar los voluntarios de Mora de Ebro, gastando hasta el último cartucho sin perder la última esperanza; los voluntarios de Bilbao aguijoneados de la misma decisión que sus padres; los voluntarios de Olot, de Puigcerdá, de Barberá, de Tolosa, de innumerables pueblos; los voluntarios de Tortellá, que después de haber perdido sus casas y sus bienes se consolaban con haber conservado en la desnudez y en el hambre su libertad y su República.

A pesar de tanto esfuerzo material hubiera sido imposible sostener la guerra sin grandes y extraordinarios recursos. Conocida la penuria del Tesoro, os maravillará que hayamos podido ocurrir a los onerosísimos gastos de la guerra, que han subido a 400 millones de reales en este último interregno parlamentario. Es preciso, es urgente arreglar nuestra deuda y aumentar nuestros disminuídos ingresos sí hemos de salvar la Hacienda y restablecer la paz.

Pero no basta con obras de consolidación; se necesitan obras de progreso; no basta con atender a la conservación de nuestras instituciones; se necesita mejorarlas y reformarlas, que no somos un gobierno exclusivo como los antiguos; somos y debemos ser un gobierno de estabilidad y de progreso a un tiempo. Y las reformas que más urgen son: establecimiento inmediato de la instrucción primaria obligatoria y gratuita, pagándola por el presupuesto general de la Nación , a fin de evitar la miseria de los maestros de escuela, mal y tarde retribuidos, por regla general, en los ayuntamientos; separación de la Iglesia y del Estado para que a un tiempo la conciencia consagre todos sus derechos, y el gobierno tome el carácter imparcial que entre todos los cultos le imponen nuestras libertades; abolición de toda corvea, de toda servidumbre, de toda esclavitud, para que solo haya hombres libres en el seno de nuestra República, lo mismo aquende que allende los mares.

Si obedeciendo al doble movimiento de conservación y de progreso que impulsa a las sociedades modernas entráis en una política mesurada y conseguís un gobierno estable, será reconocida por Europa nuestra República. Ninguna nación, ningún gobierno tiene ya hoy antipatías invencibles a la forma republicana, como sucedía a fines del pasado siglo. Todos quieren a una que se establezca aquí un gobierno que dé verdaderas garantías al orden público y a los cuantiosos intereses que para el comercio universal entraña nuestro rico suelo.

Una grave, gravísima cuestión internacional surgió en este crítico período con motivo del apresamiento del «Virginius». El gobierno os presentará el protocolo de este asunto, y en él podéis ver si ha sido feliz evitando una guerra más a nuestra Patria y sosteniendo los principios de derecho internacional sobre que descansan las relaciones de las sociedades humanas entre sí. Con motivo de este suceso hemos recibido nuevas pruebas de la amistad de muchos gobiernos, y nos hemos persuadido una vez más, al imponer a nuestra grande Antilla un tratado, que repugnaba a su susceptibilidad nacional, que el nombre de España es allí tan sólido y tan duradero como el mismo suelo de la isla.

No hemos descuidado ni desatendido ninguno de los derechos de nuestra Patria, y por eso en la cuestión de las sedes vacantes hemos creído velar por prerrogativas antiguas y tradicionales, a las que solo vosotros, representantes del pueblo, podéis legítimamente renunciar.

Nuestra situación, grave bajo varios aspectos, se ha mejorado bajo otros. El orden se halla más asegurado, el respeto a la autoridad más exigido arriba y más observado abajo. La fuerza pública ha recobrado su disciplina y subordinación. Los motines diarios han cesado por completo. Ya nadie se atreve a despojar de sus armas al ejército, ni el ejército las arroja para entregarse a la orgía del desorden. Los ayuntamientos no se declaran independientes del poder central, ni erigen esas dictaduras locales que recordaban los peores días de la Edad media. Las diputaciones provinciales no se atreven a convertirse en jefes de la fuerza pública. El orden y la autoridad tiene sólidos fundamentos, que siéndolo de la República , lo son también de la democracia y de la libertad.

Es necesario cerrar para siempre definitivamente, así la era de los motines populares, como la era de los pronunciamientos militares. Es necesario que el pueblo sepa que todo cuanto en justicia le corresponde puede esperarlo del sufragio universal, y que de las barricadas y de los tumultos solo puede esperar su ruina y su deshonra. Es necesario que el ejército sepa que ha sido formado, organizado, armado para obedecer la legalidad, sea cual fuere: para obedecer a las Cortes, dispongan lo que quieran; para ser el brazo de las leyes. Los hombres públicos debían todos decir, así a los motines populares como a las sediciones militares: si triunfaseis aunque invoquéis mi nombre, aunque os cubráis con mi bandera, tenedlo entendido, nos encontraréis entre los vencidos: que a una victoria por esos medios, preferimos la proscripción y la muerte.

Afortunadamente es universal la convicción de que la República abraza toda la vida: de que es autoridad y libertad, derecho y deber, orden y democracia, reposo y movimiento, estabilidad y progreso, la más compleja y la más flexible de todas las formas políticas; inspirada en la razón, y capaz de amoldarse a todas las circunstancias históricas término seguro de las revoluciones, y puerto de las más generosas esperanzas.

También es universal la creencia de que la restauración monárquica solo traería en pos de sí una serie de convulsiones inacabables, porque nadie puede someter generaciones educadas en la libertad y en la democracia al yugo que han visto roto y deshecho a sus plantas, si las desgracias de una doble guerra han exigido la suspensión de algunos derechos, el eclipse de alguna libertad en el seno de la República , dejadla en su movimiento pacífico, y veréis con qué prontitud y con qué solidez recobra su propia naturaleza.

Lo necesario, lo urgente es crear lo estable, erigirla en las bases del asentimiento universal, llamar con eficacia a todos los partidos liberales a su seno, desposeerse del egoísmo que acompaña al poder para tornar la expansión infinita que ha menester la democracia, atraerle todas las clases, demostrando a unas que en ella el progreso es seguro, aunque pacífico, y a otras que en ella la necesidad de la conservación se impone con la más incontrastable de las fuerzas, con las fuerzas de toda la sociedad.

Proponiéndoos una conducta de conciliación y de paz, que aplaque los ánimos y no los encone, que sea a un tiempo la libertad y la autoridad, Sres. Diputados, podéis apelar de las injusticias presentes a la justicia definitiva, y cuando haya pasado el período de lucha y de peligro, encerraros en el olvido del hogar, mereciendo a vuestra conciencia y esperando de la historia el título de propagadores, fundadores y conservadores de la República en España.

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