Discurso de Emilio Castelar (2ª parte) (1874)
SEÑORES DIPUTADOS: Hora es ya de que resolvamos esta crisis; a la altura en que nos encontramos, opresa la Cámara del sueño, opreso yo mismo de la inquietud que me inspira mi grande responsabilidad, ya que ahora soy árbitro del tiempo, seré breve.
Seré breve, me defenderé brevemente, para que no se crea que defiendo el poder que acepté casi impuesto, el poder que he mantenido vigorosamente en mis manos, el poder que entrego íntegro a esta Cámara republicana.
Señores Diputados, la situación en que se encuentra el presidente del Poder ejecutivo ha sido con grande elocuencia resumida en breves frases por mi amigo el Sr. Labra. Me ha dicho mi amigo el Sr. Labra que yo inspiro recelos y sospechas al partido republicano. No trato de tachar de inconsecuente al Sr. Labra, aun cuando S.S. me ha tachado a mí de tal; yo lo he confesado, y creo que la inconsecuencia tiene una grande justificación cuando se inspira en grandes móviles. Yo he consumido parte de mi tiempo en una sociedad literaria, de la cual era miembro el Sr. Labra, y allí contendíamos, él defendiendo la monarquía siendo un niño, y yo defendiendo la República siendo muy joven. ¡Quién me había de decir a mí que el Sr. Labra monárquico hasta la última hora de la monarquía, y ahora desinteresado republicano, vendría a decirme que inspiro recelos a un partido por el cual he sacrificado mi existencia y he sido condenado a garrote vil por la tiranía de los Borbones! ( Grandes aplausos).
Sin embargo, tengo que decir una cosa. Yo nunca le he sido sospechoso al partido republicano en la oposición; le soy sospechoso cuando el partido republicano tiene el poder, cuando es árbitro de la fortuna y de los tesoros de la Nación , y si le soy sospechoso, es porque le digo que él solo no puede salvar la República ; es porque le digo que está perturbado; es porque le digo que no gobernará como no condene enérgicamente esa demagogia. ¿Y quién tiene derecho a extrañarse de que yo, presente en el partido republicano el elemento más conservador por excelencia del partido republicano? ¿Dónde estaba yo a los 21 años, cuando se empezó una lucha entre La Discusión y La Soberanía Nacional ? Estaba con el más moderado de aquellos periódicos, con La Discusión . Más tarde vino la lucha que ahora también nos separa, y en aquel gran debate, mientras unos republicanos se encontraban de parte de la utopía socialista, que prometía no sé qué edenes que no han podido traer a la tierra, yo me encontraba de parte de los individualistas.
Adelantaron los tiempos, llegamos al terreno práctico; unos republicanos decían que no querían aliarse con los progresistas, ni aun para derribar a los Borbones y otros republicanos, en mi sentir más prácticos y más conservadores, decíamos que si no nos aliábamos con los progresistas para esta obra común, ellos entrarían en la Cámara, acatarían a los Borbones, serían llamados al poder y perderíamos toda esperanza para la democracia y para la República en España. Por consecuencia, me encuentro hoy casi en la misma situación en que me encontraba antes de la revolución de setiembre. Yo estaba por la coalición; los que ahora me combaten estaban por el aislamiento. Con vuestro aislamiento os hubierais consumido en vuestras cátedras, en vuestros periódicos y en vuestras academias; con mi coalición ha venido la libertad, la democracia y la República.
Vino después el momento de la revolución de septiembre; y yo, teóricamente republicano, teóricamente federal, dije, sin embargo, a los hombres más eminentes de aquella revolución: habéis convenido en los derechos individuales y en el sufragio universal aceptando la monarquía, pues yo soy más conservador que vosotros: yo no tengo inconveniente en que me limitéis el sufragio y los derechos individuales, con tal que ante todo y sobre todo me deis nuestra querida República.
Y luego, señores, vino la grande inconsecuencia de la revolución, que fue el haber levantado sobre tan generosos principios una monarquía, y para mayor mengua, una monarquía extranjera. Yo entonces busqué los procedimientos de acabar con aquella monarquía; una parte considerable del partido republicano se inclinaba a los procedimientos de fuerza; y yo, como más conservador, me inclinaba a los procedimientos parlamentarios. Pronuncióse en aquellos momentos la palabra benevolencia, que fue el veneno que mató la monarquía democrática. Y yo desde el momento en que pronuncié aquella palabra, ¿no fuí un aliado fidelísimo e incansable del partido radical? ¿No le apoyé directamente con mis votos, e indirectamente con mi silencio?
Vino la República , no traída por los republicanos, que no tienen derecho a llamarse los fundadores de la República , sino traída por los radicales; así es que yo entré a formar parte con gran satisfacción de un ministerio en que había elementos radicales; y la noche triste para la República del 24 de Febrero, en que aquella coalición se rompió, yo dije a la minoría republicana el abismo a que se arrastraba a la República. Ya estamos en el fondo de ese abismo.
Yo dije a la minoría que teníamos pocos hombres que pudieran representar grandes agrupaciones; que esos hombres acabarían muy pronto, y que el día en que sucumbieran de estos hombres tres o cuatro, corría los pueblos latinos aman las personificaciones más que las ideas, moriría con ellos la República. Pues bien; ya están desacreditados todos. ( Rumores en la izquierda)
Meceos en vuestras ilusiones; somos más impopulares que los moderados, que los conservadores, que los radicales, porque nuestra impopularidad es más reciente y nuestros errores se tocan más de cerca. Por consiguiente, ¿que va a pasar a esta República? ¿Dónde está el hombre que va a llevar sobre sus hombros el peso de este monte Atlante que se llama República? Es muy fácil hablar de que no se aceptará el poder de que grandes compromisos impiden apoyar a un gobierno; pero cuando este gobierno cae, cuando la autoridad va a encontrarse huérfana, cuando apenas puede salir de esta Cámara un ministerio viable, decidme: ¿Qué doctor Dulcamara tenéis, filósofos sin realidad en la vida? (Grandes aplausos)
¿Por ventura he dejado de apoyar yo a alguno de los hombres del partido republicano? Yo apoyé al Sr. Figueras hasta el último momento; yo apoyé constantemente al Sr. Pi, y no me arrepiento de ese apoyo, y luego apoyé al Sr. Salmerón con todo mi corazón, porque es mi amigo, mi condiscípulo, mi discípulo, uno de los filósofos que más ilustran nuestra patria, y porque le quiero con toda la efusión de mi alma.
¿Y qué sucedió? Que un día, después de agotados todos los medios de fuerza, el Sr. Salmerón no pudo vencer ciertos obstáculos y ciertos escrúpulos nacidos de su conciencia.
Entonces yo me encontraba en la presidencia de esta Cámara en una beatitud perfecta, sin ninguna responsabilidad, alejado del poder, que me repugna más cada día, y tuve que bajar de mi Olimpo y venir a este potro. ¿Y por qué bajé? Porque así me lo exigía el deber, porque yo no podía volver la cara al peligro ni rehuir responsabilidades.
El Sr. Labra nos decía: ¿por qué no imitáis la conducta del rey don Amadeo, que se fue antes de violar los principios democráticos? El rey D. Amadeo procedió noblemente, pero el Sr. Labra ha de permitirme que le diga que al rey D. Amadeo no le interesaba España tanto como me interesa a mí. Él iba a tierra donde reposan los huesos de sus padres. Yo tenía que quedarme aquí hasta morir, si es preciso, para que no perezcan en manos de la República la salud, la integridad de la patria. Y me quedé.¿Y en qué situación me encontré? ¿Era, por ventura, la situación del momento la que me preocupaba y afligía? No; con gran patriotismo, con gran energía, el ministerio Salmerón había dulcificado aquella situación: pero yo veía los resultados del desmembramiento cantonal, de la indisciplina militar, de la falta de toda autoridad arriba y toda obediencia abajo; yo veía los peligros que se cernían sobre nuestras cabezas, en el momento en que era necesario arrancar a las madres sus hijos y lanzarlos a la lucha, a la muerte, y pedí dificultades extraordinarias. Las he usado, y desafío a todo gobierno que quiera seguir la guerra con vigor a que gobierne con los mismos procedimientos en tiempos normales que en tiempos anormales.
Y, señores, ¿a quién he engañado yo? ¿Qué fórmula di que no haya planteado?¿Qué promesa hice que no haya cumplido?¿Os dirigíais a un enigma, a una esfinge? Os dirigíais a un repúblico que había dicho cuanto pensaba hacer. Dijo que pensaba restablecer la ordenanza, vigorizar la disciplina, sacar con mano fuerte las reservas, aplicar la pena de muerte, conferir los mandos militares a generales de todos los partidos. ¿Y qué he hecho, Sres. Diputados, sino cumplir las promesas que os hice? ¿Quién puede llamarse a engaño? ¿Quién puede decir que yo soy desleal? ¿Sabéis por qué he hecho todo eso? Por salvar la República , que pongo sobre la libertad, sobre la democracia, sobre todo, porque no hay mejor signo de redención, de emancipación para generaciones educadas en la tiranía de los reyes que adquirir la República. Así es que yo soy liberal, muy liberal; y se conoce que soy liberal en que, habiendo tenido toda clase de poderes, casi no he usado de ellos.
Yo soy demócrata por temperamento, por convicción, por historia: pero así como amo el sol, y el sol tiene eclipses, así cuando los fétidos pantanos de las antiguas creencias arrojan sus mías más por todas partes; cuando este suelo estremecido por tantas tradiciones absolutistas levanta cráteres que pueden incendiar hasta la médula de nuestra libertad y de nuestros derechos, entonces consiento que el humo y los vapores nublen el sol de la democracia seguro de que ese sol ha de ser eterno y esplendoroso. Pero antes que liberal, antes que demócrata, soy republicano, y prefiero la peor de las repúblicas a la mejor de las monarquías; y prefiero una dictadura militar dentro de la República , al más bondadoso de todos los reyes.
Porque, señores, está en la naturaleza de las monarquías; les sucede siempre a las monarquías, que, tarde o temprano, anulan los derechos de las democracias; como sucede siempre a las Repúblicas que admiten el espíritu de su siglo. Y si no, ¿creéis que política ni aun socialmente es comparable el estado de las monarquías europeas con tantos siglos de grandezas, de glorias y de conquistas, con el estado político de las Repúblicas de América? Pero hay aquí una cosa, y es, que si la República de mis ideas y de mis ensueños pudiera realizarse, habría pocas repúblicas tan hermosas. Yo la pondría todas las preseas y todas las galas del arte, y haría que en ella todos los hombres practicaran todas las virtudes; pero, Señores Diputados, lo que yo tengo que hacer es la República de la realidad; y os digo que es una ley, no histórica, sino fisiológica, que todos los seres nazcan imperfectos. La encina que ha de desafiar el huracán y los siglos, es en su nacimiento un débil tallo que se doblega bajo el ala del insecto.
El grande, el ilustre pensador que descubrió el cálculo infinitesimal y que adivinó la ley de la gravitación universal, estuvo en su cuna tan falto de inteligencia y de palabra como el último de los imbéciles. Y lo mismo ha sucedido a las repúblicas: la griega fue en su origen una oligarquía; la romana un patriciado; las de la Edad media una lucha entre caballeros feudales y condotieres y gente de municipio; la holandesa, con haber dado la libertad de conciencia y de comercio al mundo, fue el coto de algunos señores, que luego rigieron los primeros tronos de Europa; la misma República suiza que hoy se admira tanto, colección de cantones feudales, donde mandaban abades y señores y a veces hasta monjas: la República francesa, la dictadura más sangrienta y más abominable que han conocido los siglos.
La misma República de los Estados Unidos no pudo salvarse sino por diez años de dictadura; que todos los seres, cuando más perfectos han de ser en su desarrollo nacen más imperfectos y más débiles. Por consecuencia, lo que yo deseo es que tengamos la República posible; y lo que quiero y se lo digo en su cara al partido republicano, es que tenga la mayor abnegación posible; que se deshaga cuanto pueda del poder, y que imite a aquellos artistas de la Edad media que después de haber levantado las más maravillosas catedrales, no ponían su nombre en una sola piedra.
¿Sabéis por qué? Porque yo no necesito la adhesión de los republicanos a la República ; lo que necesito es que la sostengan los elementos que no son republicanos, o que lo son hace poco, y por eso quiero, usando la frase vulgar, resellarlos para la República. No he hecho esa política porque no he podido: los ministros que hay aquí no son unionistas, no han apoyado a Posada Herrera, no han sido ni siquiera progresistas, y por consiguiente, no autorizan a que se diga que yo traigo al poder los partidos contrarios a la República. Pero lo declaro con franqueza: si algún día fuese árbitro de traerlos, si tuviera confianza en que habían de ser republicanos por convicción o por necesidad, os lo aseguro, no me tachéis de desleal, los traería al poder. Ya lo sabéis: proceded en consecuencia.
Y aquí veo a algún amigo mío arrojarme otra vez las palabras «ahí tenéis a López: López hizo lo mismo; trajo los otros partidos al poder y lo devoraron a él». Pero, señores, ¿cuál fue el primer crimen de aquellos hombres? El haber combatido rudamente al general Espartero, sacrificando lo real a lo perfecto.
Y luego llamó a aquellos partidos a que le ayudasen a crear -¡inocente!- la mayoría de la reina. Si yo trajera a los otros partidos, los traería precisamente para evitar la mayoría del príncipe Alfonso.
Porque, después de todo, señores, aquí invocamos los grandes nombres y, creemos haberlo dicho todo. Washington, el fundador de la República y de la democracia en América; el probo, el santo, el gran ciudadano, ¿qué hizo? ¿Cómo fundó la República ? Teniendo durante su segunda presidencia cinco años de facultades extraordinarias, y formando su ministerio con republicanos como Jefferson, que había sido embajador en París y estaba tachado de jacobinismo, pero con monárquicos como Jackson, que hubiera pasado por tory en la aristocrática Inglaterra. Aquel hombre llevaba al poder de la República a todos los partidos, sabiendo mejor que Napoleón aquella célebre frase: « la República es como el sol; ciego el que no lo ve». A mí me dan miedo, mucho miedo, los monárquicos con monarca, pero me dan más risa que miedo los monárquicos que no le tienen.
Yo creo, señores, que urge fundar el partido conservador republicano; porque si no tenemos muchos matices, no podremos conservar mucho tiempo la República. Y nosotros tenemos más cualidades que nadie para ser el partido conservador de la República , porque somos los que hemos conseguido ya todo cuanto hemos predicado. Porque, después de todo, tenemos la democracia; tenemos la libertad, tenemos los derechos individuales, tenemos la República ; no nos falta ya nada. ( Rumores en la izquierda ) No nos falta nada de cuanto hemos predicado; vosotros, los que queréis reunir al mundo para dividirlo luego en cantones y poner un Contreras en cada uno, sois los que tenéis aún mucho que desear.
Pero a nosotros con dos reformas nos basta: primera, la separación de la Iglesia y del Estado; segunda, la abolición de la esclavitud. (Una voz : ¿Y la federal?) La federal; eso es organización municipal y provincial, y hablaremos más tarde; eso no vale la pena. (Risas y murmullos ) El más federal tiene que aplazarla por diez años. (Una voz ; ¿Y el proyecto?) Lo quemaron en Cartagena. (Grandes aplausos) No me diréis que no soy franco ( El Sr. Armentia: Se acaba la paciencia). ¿Se le acaba la paciencia al Sr. Armentia? Pues, Sr. Armentia, yo tengo derecho, como S.A., a decir a mi Patria lo que pienso y lo que siento; la Cámara me juzgará; yo, antes que todo, soy hombre de honor y de vergüenza. (Aplausos)
¡Ah! yo sería un traidor si lo dijese esto delante de una Cámara monárquica para conservar el poder, pero como se lo digo a una Cámara republicana federal intransigente, tengo en esto mucha dignidad, mucha elevación y mucha honra. (Aplausos)
Ya sé yo que me llamaréis apóstata, inconsecuente, traidor; pero yo creo que hay una porción de ideas muy justas, que son en este momento histórico irrealizables, y no quiero perder la República por utopías. Me contento ahora con la República , y creo que han contribuido mucho a traerla varios partidos, los hombres políticos que la iniciaron, y a los cuales, sean cualesquiera las disidencias que de ellos me separen, rendiré siempre fervoroso culto. La han traído también aquellos partidos que, sea cualquiera el móvil porque en los móviles no se puede entrar, aquellos partidos, digo, que en Cádiz levantaron la bandera de la insurrección contra la dinastía de los Borbones, y creo que esos hombres hicieron más por la República que todos vuestros marinos cantonales. (Dirigiéndose a la izquierda. Risas)
Creo más; creo que contribuyeron a traer la República los demócratas a quienes tendía tan elocuentemente sus brazos esta noche el Sr. Labra; ellos divulgaron los derechos individuales, ellos los implantaron en una Constitución que ha de ser base de todas las Constituciones futuras.
Y luego digo otra cosa: que el partido republicano mantenido aquí tan elocuentemente, mantenido fuera de aquí con tanto valor y pujanza, tiene que transformarse en dos grandes partidos: uno pacífico, muy pacífico, pero progresivo, muy progresivo, a quien le parezcan extrañas nuestras ideas: y otro pacífico, nada de dictatorial, nada de autoritario, nada de arbitrario; legal, muy legal; demócrata, muy demócrata, pero con un grande instinto de consolidación y de conservación, porque él tiene que consolidar y conservar la obra más grande del siglo XIX, la obra de la República. Y así es que en estas divisiones en que tanto se habla de personalidades, de conciertos, de diferencias, lo que late, lo que existe ya es el germen de esos grandes partidos.
Vosotros apartad de la demagogia al pueblo y hacedle ver que dentro de la República tendrá el pan del alma y el pan del cuerpo, y nosotros apartemos a los elementos conservadores de la monarquía y hagámosles ver que en la República tendrán también garantizados sus legítimos intereses. ( Aplausos ) Hagamos esto, unámonos todos en una gran fusión, teniendo todos la franqueza de sus ideas. Si alguno de nosotros pasa en esto por impopular ¡qué remedio tiene! es muy cómoda, es muy placentera la popularidad. Yo le he devorado con anhelo, yo la he tenido, creo haberla perdido y creo en gran parte que merezco perderla, porque si no la perdiera me sentiría fuera de aquella ley de que a toda realidad acompaña un gran desengaño: que los Bautistas y los profetas están destinados a ser bendecidos, y los que gobierna están condenados a ser maldecidos, teniendo que aceptar noble y virilmente esa maldición.
Y aquí viene como de molde la cuestión de los ejércitos y los obispos.
Hace pocos días en una de las Cámaras prusianas, le dirigían al príncipe de Bismarck una reconvención por haber cambiado ideas de secta en ciertas ideas de gobierno y le decían lo que de seguro me va a decir el señor Armentia: «apóstata». Bismarck contestaba: «es verdad, pero cuando estaba allí era el jefe de una secta: ahora estoy aquí y soy el jefe de una nación»; y como soy jefe de una nación, aunque sin merecerlo, he sostenido en mis manos prerrogativas, las regalías que por espacio de quince siglos ha tenido la nación española. Yo no podía ni debía promover un conflicto religioso. Les podrá convenir a ciertos hombres de Estado de Prusia y de Suiza suscitar conflictos religiosos, pero a un hombre de Estado español en estas circunstancias, no le conviene tener un enemigo más en la fe religiosa, que es muy respetable, tan respetable o más que cualquier filosofía.
Después de todo, figurémonos que el gobierno no hubiera querido usar de esta prerrogativa; el Papa hubiera nombrado los obispos y los arzobispos, y entonces el gobierno hubiera tenido que usar de principios contrarios a la libertad de la Iglesia , impidiendo que estos obispos, que a los ojos de la ley escrita no eran tales obispos, hubieran tomado posesión de sus sillas. De suerte que tenía que violar los principios de la libertad religiosa, si es que a vosotros no os parece que esos principios no se violan cuando se violan en contra de los obispos. Es necesario no tener las preocupaciones volterianas, y después de todo, lo que hemos hecho en esto ha sido dar una nueva prueba de nuestro acatamiento, así a las leyes del Estado, como a la libertad de la Iglesia. Porque el argumento de que hay presentado un proyecto de ley es un argumento baladí, que me extraña haya empleado el señor Labra. Pues qué, porque se haya traído un proyecto de ley repartiendo los bienes de propios a censo, ¿no podemos venderlos? Pues lo estamos vendiendo.
Las leyes no lo son en el régimen parlamentario hasta que se discuten y aprueban. ¡Pues no faltaba más sino que todos los delirios que los señores diputados tuvieran por conveniente presentar sobre la mesa fueran leyes desde luego!
¿Y que digo del ejército, señores diputados? ¿Teníamos nosotros tiempo ni medios para organizarlo de otra manera? ¿Qué era lo urgente? Organizarlo en la forma que se podía. Y créame mi amigo el Sr. Salmerón; no era posible en aquél momento supremo improvisar esos medios. Gracias que vimos vestida, armada y equipada en lo posible una parte de ese ejército, para lo cual hemos tenido que gastar 400 millones en estos cuatro meses, y ahora hay que aumentar más ese ejército, porque si no hay 50.000 hombres en las provincias Vascongadas, 30.000 en Cataluña y 15.000 en el centro, y 15 ó 16.000 caballos, y en vez de esto nos ocupamos en la desorganización del ejército y en promover la indisciplina, créanlo los señores diputados, el peligro que no corrieron nuestros padres lo correremos nosotros; pues mientras nosotros discutimos los mayores o menores grados de federación, los carlistas se organizan, y si pronto no les ponemos un ejército bastante a contenerlos, ellos procurarán venir sobre la ciudad santa de su rey, que es Madrid.
Si por algo lamento con profundo dolor los sucesos de esa insurrección que ha condenado a los habitantes de una importante ciudad a abandonarla; que ha abierto los presidios y convertido esa ciudad en un nido de piratas; que ha traído la intervención extranjera, y que ayer mismo quemó 50 millones al destruir la «Tetuán», es porque podríamos haber dispuesto de esa fuerza para hacer frente a la insurrección carlista; por eso creo yo que la República no tiene más que un enemigo temible: la demagogia, y entiendo que es necesario evitarla a todo trance.
Ahora, señores diputados, solo me resta deciros que, si soy sospechoso al partido republicano, si es que me habéis de sustituir, lo hagáis pronto; porque si algo me apena es el Poder, y si alguna cosa me halaga es el retiro de mi hogar, al que llevaré la satisfacción de haber dado a mi país cuatro meses de paz en lo que me ha sido posible, y en él pediré a Dios os dé el oportuno acierto para salvar las dificultades que nos rodean y llevar adelante la República ; lo que ciertamente no creo pueda conseguirse sin los medios que os acabo de indicar, y que son los que exige la naturaleza de los sucesos por que atraviesa la nación, pues delante de la guerra no hay más política que seguir que la de la guerra.
Muy buena información, ya a pasado tiempo y la historía sigue en pie.